lunes, 27 de enero de 2014

Cartas

En otra época, le habría escrito cartas eternas. Habría comparado su belleza con la del cielo de Madrid en atardeceres de días claros de invierno. Habría alternado odas hacia el regocijo de su amor con un canto desesperado sobre la distancia que había entre ellos.

En otra época, habría faltado tinta para pintar sus emociones, para describir las reacciones de su piel ante la risa transparente y danzarina de ella. Habría necesitado horas frente a un papel en blanco sólo para elegir las palabras exactas con las que referirse a ella.

En otra época, habría tirado miles de folios con intentos inconclusos de cartas fallidas, incapaces de reflejar ni fragmentos de su propio corazón, ni la esencia de ella. Quizás no sea verdad que le hubiera escrito cartas eternas, quizás, tras todos esos intentos, sólo habría sido capaz de escribir una. Tan perfecta, tan inmensa, tan íntima, tan viva, tan llena de los dos, tan intensa, tan circular, tan creciente, tan veraz, tan detallada, tan elocuente, tan afilada, tan drástica, tan emocional, tan sesgada, tan suya, tan desesperada, tan colorida, tan tierna, tan dura, tan retorcida, tan clara, tan hermosa, tan orgánica, tan imposible que jamás la habría sabido terminar.

En otra época, igual que en ésta, les habría separado el silencio, sustituto radiante de su incapacidad de verbalizar con precisión quirúrgica los procesos que ella desencadena en su interior.

La diferencia principal es que, en esa otra época, habría podido volcarse en su carta. Verse en ella, verla en ella, amarla a través de ella. Ser las palabras de la carta, inconclusas, titubeantes, repartidas en folios con tachones, arrugados o perfectos. Ser tan grande en la soledad de su imaginación como habrían podido serlo los dos juntos.

En esa otra época, habría acabado viviendo en la carta y para la carta. Completamente abstraído, ajeno a lo que pretendía con ella cuando la empezó a escribir.