jueves, 1 de agosto de 2013

Sin canciones de lo suyo

No quedaban muchas canciones que hablaran ya de lo suyo. Alguna había, bastante vieja, de otros tiempos en los que la gente era más proclive a enrocarse en lo que anhelaba. Tiempos más lentos en los que no era necesaria la constante huida hacia delante, el constante olvido. Ésas le valían.

“Ahora todo es correr”, pensaba, “el eterno abandono, la recurrente negación del fracaso cuando es pasado”. No había otra explicación posible ante la ausencia de canciones que hablaran de lo suyo. Imposible que estuviera solo en la asimetría, imposible que todos los demás tuvieran siempre otros problemas: la duda, el desgaste, la soledad, el abandono… pero no la asimetría tajante, completa, pura. ¿Siempre encontraban un reflejo de sus deseos en los de la otra parte de la ecuación? Imposible. Más fácil era creer que el problema, para el resto, es infinitesimal, que en los tiempos que corren, se pasa de puntillas por ahí, se abandona el barco ante la mínima sospecha de que se va a hundir. Se olvida.

Y se preguntaba si era lo que él debía hacer. Olvidar. Como el resto. Olvidar y seguir. Y que le valieran otras melodías, las de noches interminables, las de travesías por el desierto, pero no las de la eterna “ella” (esa "ella" única de varios rostros) que nunca estará para él. Ya no está la vida para esas esperas desesperadas. Ni siquiera a sabiendas de que no serán interminables, que él ya no era un niño y había superado la idealización ilimitada e incondicional. Pero de ahí a negar su sitio al desconsuelo del rechazo, había un mundo. Un mundo sin música, al parecer. O con música muy antigua.

Ella, por su parte, le había ofrecido explicarle los porqués. Y era tentador. Y daba mucho miedo. Existía un universo paralelo en el que los porqués encerraban esperanza, en el que eran un sistema de ecuaciones que se podía resolver. Pero no aquí. Aquí no quedaban clavos ardiendo a los que aferrarse. Sólo una atractiva y plácida melancolía en la que navegar. O naufragar. Y en esa melancolía, los porqués tenían, por fuerza, que ser lacerantes o medias verdades inútiles y edulcoradas.

No encontraba las canciones, ni quería los porqués. Sólo le quedaba ensayar conversaciones imposibles con ella, imaginar besos y sábanas alborotadas con la sonrisa nostálgica de quien sabe que no sólo no fueron, sino que no lo serían jamás. Y mientras los recuerdos pueden ser consuelo y el olvido puede ser amarga cura, los avistamientos de otros mundos con mejores epílogos, cuando ya no queda esperanza, son sólo dolor.

Esta historia, que no es sino la historia de un instante, acaba como empieza. Sin música. Sin prisa. Sin intentos de eludir la tristeza.

Y sin “ella”.

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